Ahí les va una probadita de las implicaciones de amar lo que queremos... oh cruda realidad... porque es sólo la pura realidad.
Ella deseaba tanto un bebé. Tenía esa mirada perdida cuando observaba mujeres embarazadas. Aunque ya tenía una niña quería otro porque sentía pena de tan sólo pensar que crecería sin un compañero o compañera de juegos, tal como ella creció. De hecho creció con sus primos, pero un primo no es un hermano... nunca será un hermano.
Ella se embarazó en contra de todos los pronósticos, incluso llegó a decir que se trataba de un milagro, con la voz entrecortada, con los ojos cristalinos, rebosantes de lágrimas que no terminan por derramarse. Y un día se derramaron cuando su pequeño bebé sietemesino llegó al mundo, débil y frágil, de la sala de partos a la incubadora, de dónde no saldría sino hasta recuperarse, condición que se veía difícil de cumplirse. Y salió, un mes después. La amó con todas sus fuerzas mientras la quiso. Hoy, el llanto que una vez la hizo deshacerse en oraciones de gratitud a Dios, es el mismo que la desespera y por el que le grita que se calle. Debería recordar que ese llanto una vez significó un milagro... y lo sigue siendo.
Él ya no quiere vivir. La razón: la falta de trabajo. No quiere llevar la carga del señalamiento social y la frustración, no quiere escuchar las palabras afiladas de su esposa cuando le dice que es un inútil y ha llegado a pensar que prefiere dejar de ver la sonrisa de sus hijos. ¿En qué momento dejó de amar lo que tiene y lo cambió por lo que quiere? Que nunca, nunca prefiera dejar de oírlos cantar mientras colorean el papel en la mesa. Los trabajos, los trabajos vienen y van.
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